jueves, 31 de octubre de 2013

La Cita



Gabriela había llegado a la oficina más temprano que de costumbre. Tenía la intención de adelantar trabajo para tomarse una hora adicional de almuerzo. Hoy, compartiría algo más que un café con Reinaldo. El apuesto y seductor abogado con quien coincidía casi todas las mañanas en la máquina expendedora de café. Al fin almorzarían juntos; o por lo menos, eso creía.

El lobby del elegante edificio de oficinas estaba solo, y mientras esperaba el ascensor, Gabriela pensaba en el encuentro, en Reinaldo, el galán, el tipazo que irrumpía sin permiso y con frecuencia, en sus sueños, en sus fantasías.

La campana del elevador la sacó del estado de ilusión en el que se encontraba. El ascensor llegó, y por esas cosas del azar, allí estaba él. Venía de los sótanos, pues tenía asignado puesto de estacionamiento en el mismo edificio.

Reinaldo es un hombre de esos que parecen bendecidos por el Olimpo. Fornido, porte de galán, aire de divo. Poseedor de un don especial de seducción que trastorna a las féminas y del que estaba consciente. Gabriela por el contrario, es una joven de belleza serena, delicada. 

—Buenos días —saludó Gabriela con una sonrisa tímida y el corazón tan acelerado que parecía notarse el palpitar por encima de su ropa.

—Luces espléndida —comentó Reinaldo con un gesto, al mejor estilo de George Clooney—y acercándose para besarla en la mejilla, le susurró—: me encanta tu perfume.

—Gracias —respondió erizada, bajando la mirada y sin dejar de sonreír.

El ascensor emprendió la marcha con su carga adicional de feromonas y mientras Reinaldo y Gabriela se preguntaban cómo estaban; un golpe crudo, acompañado de un eco ronco, lo detuvo. La pareja tambaleó.

—¿Qué pasó? —preguntó Reinaldo sobresaltado.

—Parece que el ascensor se paró —contestó Gabriela, con una sonrisa trémula, mientras se acercaba a la botonera para tocar la alarma.

—¿Qué haces? ¿Estás nerviosa?

Ella se acomodó el cabello detrás de la orjea y sonrió de nuevo.

—No. Voy a tocar la alarma, para que nos vengan a auxiliar.

—No vayas a gritar, ¿oíste? Puedes causar pánico.

—No, no, la verdad, no pienso gritar, —titubeó— sólo voy a presionar el botón de emergencia —la escandalosa sirena se disparó al tiempo que Gabriela la activaba.

Reinaldo se inquietó. Movía la cabeza con sacudidas rápidas y cortas. Miraba las cuatro esquinas del techo del elevador, como buscando de dónde provenía con exactitud aquel estruendo. Comenzó a sudar.

—¿Qué hiciste? —perdiendo su aire de divo— Ahora ese ruido te va a poner peor, te va a poner más nerviosa, mucho más nerviosa de lo que ya estás —dijo, con un tono de voz más elevado.

—Que no estoy nerviosa —contestó ella con firmeza.

—¡Que sí! ¡Que sí estás nerviosa! —replicó. La tomó por los brazos subiéndoselos, como cuando se ahoga un niño, mientras le decía—: Respira Gabrielita, vamos respira.

—¡Suéltame, Reinaldo! ¿Te volviste loco?

—Es que estás muy asustada, mira cómo te estás alterando. —La tomó de nuevo por los brazos y repitió—: Respira vamos, respira conmigo: inhala, exhala, inhala, exhala, inhala…

—¡Reinaldo, cálmate! —ordenó impactada. Sacó una botellita plástica de su cartera, y en un tono más sosegado, como queriendo calmar a un loco peligroso, le dijo —Mira, aquí tengo agua, ¿quieres?

—¡No! tómala tú ¿tienes calor? se te nota, lo sé, lo sé, tienes calor —respondió aturdido, mientras se quitaba el saco, aflojaba el nudo de la corbata y buscaba su pañuelo para secarse la frente.

En ese momento llegaron voces del personal de seguridad:

—¿Están bien?
—¡Sí! —contestó Gabriela.
—¡No! ¡No! —gritó Reinaldo— ¡Gabriela está muy nerviosa! ¡Muy nerviosa! ¡Demasiado nerviosa!

Ella volteó a mirarlo con el ceño fruncido.

—No temas Gaby, yo estoy aquí contigo —se desabrochó la camisa empapada de sudor, y cual superhéroe, dijo ¡Voy a abrir la puerta!

—¡Bendito sea Dios! ¡No, Reinaldo! Espera a que nos ayuden, ya llegaron.

—¿Ves? ya empezaste a nombrar a Dios, no temas, no vamos a morir —y tomando de nuevo a Gabriela por los brazos, la sacudió cual muñeco de trapo, gritando —¡No vamos a morir! ¡No vamos a morir!

—¡Bueno, Reinaldo! —lo apartó con un empujón —¡Compórtate! ¿Qué carajos te dio?

—Invocas a Dios, dices groserías, me empujas —enumerando con los dedos— ¡Tus nervios están en niveles incontrolables!

Y dirigiéndose al personal de seguridad que estaba afuera, gritó:
—¡Voy a actuar! ¡Gabriela no aguanta más esto!

Ante la cara de desconcierto de Gabriela, Reinaldo, que era un hombre fornido, separó con las dos manos las puertas del ascensor, pero de frente sólo encontró una pared.

—¡Aaaaaaaggggghhhhh! —gritó.
—¡Coño!… ¿Y ahora qué? —dijo Gabriela, con los dientes apretados.

Reinaldo, con cara de naufragio, se volvió hacia ella —No te asustes —y con voz entrecortada por falta de aire, continuó —es evidente que estamos entre dos pisos.

Gabriela cruzó los brazos, cerró los ojos y separando las dos sílabas respondió lento:

—Ob-vio.

En ese momento, Reinaldo comenzó a balancearse. Sus piernas parecían no soportar aquel robusto cuerpo que hacía inútiles esfuerzos por mantenerse en pie. Pálido y bañado en sudor, Reinaldo, el galán, el tipazo,  cual árbol talado y a la voz de “fuera abajo”, se desplomó a los pies de Gabriela, quien atónita, se inclinó a examinar su cara, para asegurarse de que no se hubiese hecho daño. «Qué lástima» pensó, mientras admiraba la perfecta boca del personaje.

El ascensor se sacudió y comenzó a subir, cerrando las puertas al compás de las guayas; banda sonora de acero y latón. Luego de una lenta marcha, llegó al piso dos, donde las puertas abrieron con facilidad.

Acalorada y un tanto aturdida, Gabriela salió por sí misma del elevador; mientras Reinaldo, aun desmayado, fue sacado por el personal de seguridad y servicio médico, que habían llegado al lugar para atender, en principio, el supuesto ataque de nervios de la muchacha.

Ya en la camilla, Reinaldo recobró la conciencia, miró a Gabriela, que se hallaba a su lado, y preguntó:

—Gaby ¿cómo estás?
 —¿Yo?...bien, bien… sobre mis propios pies—sonrió burlona.
—¿Viste, que no pasó nada?
 —¿No pasó nada?
 —¡Bah! Sigues nerviosilla

Cuando el camillero se disponía a llevarlo al servicio médico, Reinaldo levantó la cara y dirigiéndose a Gabriela sugirió: 

—¡Ey…! Mejor cenamos, ¿no? — recuperando su acostumbrado aliento de galán.

miércoles, 24 de abril de 2013

Cuestión de devoción

—Arrepiéntete de ese sentimiento, hija, es un pecado grave. Reza cinco Ave Marías.
—¿Sólo cinco, padre?
—Si los rezas con devoción y te arrepientes, sólo cinco.

“La penitencia”. Octavio Escobar Giraldo

Altagracia entró de repente. Atravesó la casa sin mirar, a la carrera. Sin reparar en muebles ni mascotas. Se llevó por delante a la gata que maulló iracunda, tropezó con la mecedora y siguió directo a la cocina, donde sabía que encontraría a su mamá:

—¡Hija! ¿Y tú por qué llegas así? —dijo la madre al ver la forma estrepitosa en la que aparecía la joven.
Altagracia tenía los ojos muy abiertos, brillaban de modo extraño y respiraba con dificultad. Su cara tenía una expresión inexplicable. No parpadeaba, estaba pálida, los labios le temblaban. Altagracia presentaba un rostro que su propia madre desconocía. Tomó aire profundo, con la mano en el pecho esperó que el corazón se calmara y con voz abatida dijo:

—Mataron a José Luis.

—¿A qué José Luis? —preguntó su mamá, casi a gritos.

—A mi... —Altagracia bajó la cara y calló.

—¿Cuándo? ¿Quién te lo dijo? ¿Cómo supiste? ¿Estás segura? —interrogó atropellando las preguntas, mientras se secaba las manos con el delantal que traía puesto, para luego persignarse. Separó una silla del comedorcito que estaba en la cocina y se sentó.

La noticia le había hecho temblar las piernas.

—Me llamó su hermana, ella me avisó. Aún lo tienen en la morgue —hizo una pausa y continuó—: ella me dijo que le habían dado unos tiros, por ahí, cerca de su casa, por detrás del Hospital de los Magallanes. Que allí mismo quedó, en una cuneta, como un perro. Que ni siquiera lo llevaron al hospital, lo recogió el CICPC. No sé más, no quise preguntar más.

—Ay, hija... —dijo la madre. Quiso levantarse para abrazarla, pero Altagracia se acercó antes y cabizbaja le tomó las manos, aún húmedas.

—Mamá —levantó la mirada—, lo peor es que no estoy triste. Lo que me asusta es que me alegré al enterarme.

—¡Altagracia! —exclamó con sorpresa la madre. Retiró sus manos, volvió a persignarse y miró a la muchacha directo a los ojos—. Hija, la gente buena no se contenta con la muerte de nadie. Mucho menos una muerte como esa.

—Lo sé, mamá, lo sé —hizo una pausa y continuó decidida—. Voy a ir a la capilla, voy a hablar con el padre Francisco. Con él hablé cuando quería casarme. Mejor voy a confesarme, mamá. Necesito sacarme esta cosa horrible que siento.

—Ve, mi niña. Habla con él. Eso que sientes no está bien, no es de cristianos sentir regocijo con la muerte de otra persona —dijo cariñosa, pero enfática.

La muchacha acarició uno de los brazos de su madre. Se acercó a la nevera, se sirvió un vaso con agua y lo bebió sin respirar, como buscando limpiarse por dentro. Lo puso en el fregadero y salió rumbo a la capilla del barrio, justo al lado de la casa parroquial. Donde, estaba segura, encontraría al sacerdote.

La mamá la miró sin decir nada, observó con detalle cada uno de los movimientos de su hija. Mientras Altagracia salía de la casa, su madre comenzó a repasar en la memoria todo lo que sufrió su niña a causa de aquel hombre. Y es que Altagracia se había enamorado de José Luis a los diecisiete años.

Menos consternada, se levantó y puso a hervir agua para preparar una manzanilla que endulzó más que de costumbre. Entonces recordó todas las mañanas en las que su hija se levantaba con los ojos hinchados de dolor. Aquellas mañanas en las que se iba a la universidad con sólo tristeza en el estómago cada vez que terminaba con aquel novio. Y aunque Altagracia nunca le contó nada y lloraba en silencio, sus ojos siempre fueron los grandes delatores de esa relación.

Se sentó de nuevo en una silla del pantry. La gata se acercó lenta, misteriosa, y saltó de golpe al regazo de su dueña, quien, perdida en recuerdos, dejó escapar un grito nervioso.

De un manotazo se quitó a la gata de encima y, alzando la taza con manos temblorosas, dio el primer sorbo al té. Ceño fruncido y en la boca una mueca amarga, padeció una vez más la tarde en que su hija le confesó, con ojos ahogados, que estaba embarazada. Que había hablado con José Luis, que él había dicho que el niño no era suyo. Así como la noche en que el hoy difunto regresó suplicando perdón a su muchacha. Jurándole amor a ella y al niño para, tres semanas más tarde, volver a negarlo.

Aún con el entrecejo amarrado, sopló varias veces el té caliente, fijando su mirada al vacío. Allí le pareció verse en una película, esa tarde en que ella misma fue a confrontarlo. Esa tarde en la que en un arranque de ira y hastío le gritó a la cara:

—Yo no crié una hija para que cualquier donjuán de barrio me la haga sufrir.

—¡No joda, doñita! Debe ser que usted vive entre millonarios —y con burlas le dijo:—. Mire, señora, no se meta en peos que no son suyos, que su hija está bien grandecita. De verdad, no se meta.

—¡Te advierto, desgraciado! Te me alejas de Altagracia.

—¡Mire, señora! Agradezca que mi mamá me enseñó a respetar viejas, ¿oyó? ¡Ah! Y por eso no se preocupe, que ahora es que más lejos quiero a esa mujer.

—¡Claro, si ya había preñado a mi muchacha! —dijo en voz alta, sacudiendo la cabeza, queriendo desaparecer los recuerdos.

Sintió náuseas. Dejó la taza en la mesa y fue a su cuarto. Allí, sobre el copete de la cama matrimonial, donde hace ya bastantes años dormía sola, colgaba de la pared un rosario de madera al que se quedó mirando con ojos perdidos y piadosos. Entonces acudió a su mente la triste noche en que, durante el cuarto mes de embarazo, Altagracia, de tanta pena, debilitada de tragar tan sólo angustias y lágrimas, no pudo sostener más al bebé. Al hijo de aquel galán de barrio que le desgració la vida.

Una vez más la indignación le bullía por dentro. Apretó los puños con rabia y respiró profundo. Por un breve instante esbozó una sonrisa, pero de forma inmediata su rostro se oscureció y de nuevo se hizo la señal de la cruz.

Escuchó la puerta y se sobresaltó. Salió apurada de su habitación. Era Altagracia que había regresado de la capilla.

—¿Hablaste con el padre Francisco? —preguntó en lugar de saludar.

—Sí, y estoy más tranquila, mamá. Mucho más tranquila —dijo con ojos calmos—. Hablamos, también me confesé. Me dijo que rezara. Que rezara con devoción todas las noches. Me dijo también que rogara por la paz de su alma.

—Eso es, mi amor. Rezar con devoción, como te dijo el padre. Porque el señor perdona nuestras ofensas, como debemos perdonar a quienes nos han ofendido.

Le acarició el cabello a Altagracia y, cambiando el tema, le preguntó:

—¿Tienes hambre? ¿Quieres comerte algo?

—No, ahora no me provoca nada. Quiero acostarme un rato. Más tardecita puede ser —respondió Altagracia, ahora con voz serena.

—Bueno, yo voy un momento a la panadería a comprar pan y leche.

Altagracia le sonrió, tenía los ojos claros, tranquilos. Le envió un beso con la mano y se dirigió en silencio a su cuarto. La mamá la miró preñada de cariño. También fue a su habitación, cogió un suéter y salió de prisa.
Caminaba con pasos cortos pero acelerados. Subió apresurada por aquella calle ligeramente empinada, comenzó a sentir frío a causa de la neblina que bajaba, a pesar de que sudaba por el esfuerzo. Cerró su abrigo y cruzó los brazos al frente, abrazándose a sí misma. Apuró aun más el paso mientras rezaba el Padre Nuestro y el Ave María. Corrió y entre cada oración repetía “rezar con devoción”. Corrió con la intención desesperada de alcanzar al padre Francisco. Con la urgencia de poder también llegar a la capilla.

Publicado originalmente en Letralia.

jueves, 7 de marzo de 2013

Siempre su voluntad



                                                                                                                    Autor de la pintura Ernest Descals

“No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola...”

Corazón tan blanco. Javier Marías

Me maquillaré lento, con calma. Mis mejillas serán rosadas y mi boca rubí. Dejaré mi cabello suelto, lacio. Siempre me ha hecho lucir mejor. Usaré la blusa rosa pálida de seda, esa que tanto le gusta a papá. Esa que le parece tan linda y hace juego con el rojo. Hoy, como ningún otro día, quiero lucir hermosa.

Con educación, me disculparé en mitad de la cena. Subiré lento las escaleras, asida siempre del pasamano. Entraré a mi cuarto directo al vestier. Allí, me ubicaré frente al espejo. Será extraño, pocas veces se puede tener la certeza de mirarse por última vez. Me desabotonaré la blusa, hurgaré con el arma hasta dar con mis latidos. No puedo fallar, todo habrá de ser perfecto. Como perfecta me quería papá.

Allí, daré fin a todo esto.

Ya puedo imaginar el desconcierto. Papá abrirá grandes los ojos. Intentará adivinar de dónde provino el estallido. No podrá tragar. Mamá gritará con el impacto. Ella sabrá. De inmediato entenderá que fui yo. Grecia, mis hermanas y los Fernández se sobresaltarán. Armando, no lo sé. Por segundos, nadie sabrá qué hacer. Papá se levantará de golpe y correrá. Subirá las escaleras de dos en dos, se agitará en un recorrido que lo hará sudar frío, y aún no podrá tragar.

Tras él desfilarán Armando, mi Grecia, Ana y Valeria. Mamá será la última en subir. No sé qué harán los Fernández, pero mamá será la última en llegar. Allí me hallarán hermosa, quizás pálida, pero perfectamente combinada.

Papá llorará. Quizás, pida perdón. Es probable se arrepienta de haberme obligado a estudiar ballet, de haberme escogido novio, de haberme hecho casar. Quizás se arrepienta de la perfección, de haber dicho que me prefería muerta antes que lesbiana. Pero será tarde y como siempre, ya habré hecho su voluntad.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Amores que matan



He perdido la cuenta de las veces que he intentado apartarte, pero a estas alturas, ya sé que no puedo. ¿Que si hay amores que matan? Sin duda, tú eres uno de ellos. 

Muy joven me sedujiste, me hacía sentir grande el exhibirme contigo. Sin percatarme me convertí en tu presa y comencé a necesitarte cada vez con más fervor.

Sin verte te recreo, salgo en tu búsqueda y te encuentro, dispuesto a ofrecerme el ingrato placer que consciente me lesiona.

Te miro, te acaricio, te avivo, te regalo un beso largo, te degusto y me hago daño.

Con culpa exhalo tu aliento mientras dictas mi sentencia. Te miro, te beso de nuevo, a ti, mi asesino, mi cigarrillo.

viernes, 1 de febrero de 2013

¿El amigo de Bolívar?





El día en que papá nos llevó a conocer la casa natal de Simón Bolívar, mi hermana estuvo muy atenta a todo lo que los guías nos explicaban. Observaba los muebles, los retratos familiares, las cortinas. No perdía detalle de cada habitación.

Al salir, papá nos llevó a la plaza y nos compró unos helados.

Graciela, helado en mano, se quedó mirando la estatua de Bolívar y con ojos curiosos preguntó:
—Papi, ¿Tafieles era amigo de Bolívar?
—¿Quién? —respondió papá.
—Tafieles, papá. Patrio Tafieles. 
—¿Patrio qué? Ay, Graciela, no sé de quién me hablas.
—¡Pero papá! —exclamó mi hermana con asombro— si lo nombran en el himno. Entonces, con voz muy afinada, comenzó a cantar: “Con Patrio Tafieles la fuerza es la unión”.