lunes, 20 de enero de 2014

¿Favores?


¡Hay que ver las injusticias de la vida! Tener que venir yo, a jalarle mecate a la brutaza de Patricia, cuando en más de una ocasión fue ella quien me suplicó le ayudara con matemáticas. Recuerdo aquella vez que, con toda intención le expliqué mal los vectores. Todavía me río de su cara al recibir aquel cero ocho que le impidió graduarse de bachiller en julio con todos nosotros.  

¡La pánfila esa! Que para lo único que medio servía era para las actividades culturales  y sociales del liceo. Como si eso la iba a ayudar a obtener mejores calificaciones. Ni hablar de la ocasión en que se fue a hacer voluntariado en un barrio con otros compañeros y los atracaron. ¡Bien hecho, por pendejos!

Lo que no sé es cómo diablos llegó a tener ese cargo. Con lo mal alumna que era. ¿Vicepresidente Ejecutiva de Recursos Humanos? Sí, eso es lo que dice la tarjeta que me mandó con Fernando. El indiscreto ese, que se puso a decirle que yo tenía más de seis meses sin trabajo. Claro, pero eso me pasa por ponerme a estudiar una carrera para gente inteligente. Ingeniero Químico: ¡La gran pela bolas! Hubiera estudiado administración como los menos talentosos, como la Patricia esa. Allí sí estaría yo con una Vicepresidencia, seguro por encima de ella.

Déjame revisar mi agenda. Fue lo que me dijo cuando la llamé para vernos. No tengo compromisos el jueves. ¿Te parece a las doce y media? ¿almorzamos? ¡Y puntualísima llegó la gran carajo! con su porte de gran ejecutiva, sus zapatotes Jimmy Choo y cartera Carolina Herrera. ¡Claro! seguro se puso su mejor pinta para humillarme.

Yo llegué temprano. Pero me quedé mirando desde la otra esquina del local, hasta que ella llegara. Allí la hice esperar unos diez minutos. Cuando ya el mesonero le traía un jugo me le acerqué:

—¡Patricia! Ay, discúlpame haberte hecho esperar.
—No te preocupes Vanesa. ¡Me alegra verte! —me dijo la muy hipócrita. —Me extrañó que no fueras al reencuentro, estaban casi todos los muchachos.
—Estuve un tanto ocupada —mentí —me comentaron que estuvo muy bueno.
—Sí, la pasamos de lo mejor. Me alegró reunirnos de nuevo y compartir un rato diferente, disfrutamos muchísimo—dijo sonreída y con un brillo en los ojos, que embrujaría a cualquiera. Menos a mí.

Así la dejé hablar. Que me contara cómo se habían divertido. Que dejara escapar un sin fin de recuerdos de esa época y demás. No voy a negar que con sus cuentos me llegaron divertidas imágenes a la memoria. Habían sido buenos momentos. Yo, la mejor alumna del salón, siempre en los cuadros de honor. Dando el discurso de grado. Yo, siendo la primera admitida en la universidad. Es que nadie me pudo superar.

Entonces continuó la Patricia, con su teatro y su boca de niña buena:

—Pero cuéntame ¿Cómo están tus cosas? Fernando algo me dijo.  

Y hasta se ruborizó al preguntarme. No sé cómo puede lograr esas vainas. Actriz es lo que ha debido ser. Porque estoy segura que disfrutó enterarse de que yo estaba sin trabajo.

—Sí Patricia, en este momento—hice una pausa para tragar, los labios me hormigueaban y sentí calcinarse mi cara, pero continué—me encuentro buscando una oportunidad laboral.

Ella me miraba fijo a los ojos. Entonces, al ver su gesto, sus ojos brillantes y una mueca de “¡qué vaina chica!” que se iba transformando en lástima, no pude sino levantar mi cara y proseguir antes de que lograra tan siquiera abrir su boca:

—¿Sabes? en mi último empleo, en la trasnacional me fue muy bien. Logré estar en puestos importantes y gozaba de múltiples beneficios. Llevé a cabo con éxito un sinfín proyectos de significancia y de altísimo presupuesto, presupuesto en dólares —enfaticé—. Pero bueno, uno se cansa de hacer siempre lo mismo y decidí renunciar. Primero para tomarme un par de meses y perfeccionar el inglés, pues, después de tanta entrega y tantas responsabilidades, lo necesitaba y luego, para optar por nuevas oportunidades. Por eso me ves aquí. Lista y dispuesta a afrontar nuevos retos.

Patricia puso su mano sobre la mía y de nuevo con voz empalagosa me dijo: —No te preocupes Vanesa. En este momento hay unas vacantes en las cuales, creo puedes calificar.

¿Creo puedes calificar? ¿¡Creo puedes calificar!? ¡Qué bolas tiene! ¿Cómo se le ocurre? ¡Claro que califico! ¿Acaso ha olvidado quién soy? Luego de eso no pude más que decirle:

—¿Sabes? haber estudiado Ingeniería Química y graduarse con excelentes notas fue sencillo, pero el campo laboral es ingrato. Claro, si hubiera estudiado administración, las cosas hubieran sido más fáciles. Porque… eso fue lo que tú estudiaste, ¿verdad?

¡La jodí! ¿Qué me podía responder? Claro que eso era lo que ella había estudiado. Si no daba para más. Ella quería rebajarme a mí y mal parada quedo ella. En fin, prosiguió contándome acerca de las vacantes que había en la empresa. Para mi suerte y su desgracia, trabaja en Bayer (sí, la conocida compañía químico-farmacéutica alemana) y me comenzó a  hablar de algunos cargos disponibles, donde por supuesto (ya ubicada respecto a mi potencial) me dijo que yo calificaba en forma evidente. Esto último no lo dijo, pero estoy segura que lo pensó.

Así que estoy convencida de que entraré a trabajar allí. Me pidió el resumen curricular, y se lo hice llegar por email allí mismo, pues lo tenía en mi teléfono celular. ¡Ah! Pero ella lo recibió de inmediato en su tablet, a la que hizo mención, sólo para apocarme y me dijo:

—Chévere Vanesa. Hoy mismo paso tu currículo indicando las posiciones que podrías ocupar. La semana que viene seguro te estarán llamando para que inicies el proceso —y con su sonrisita tierna completó: —Me alegra mucho poder ayudarte.

Yo sé que ella va a hacer todo lo posible para que yo ingrese a Bayer. ¡Ah, pues! ¿No lo voy a saber? Yo sé que tiene la intención de decirle a todo el grupo que me ayudó, que me consiguió trabajo. ¡Pero ni sabe la que se espera! Una vez me coloque allí, comenzaré a brillar como siempre. Además, voy a hacer un postgrado en recursos humanos. ¡No joda! Si ella llegó a vicepresidente, ni te cuento el cargazo que voy a tener yo. Allí es donde ella va a empezar a saber lo que es bueno. Cómo se hacen las cosas bien de verdad.

Llamamos al mesero para pedirle la cuenta, que ella se empeñó en pagar. No me quedó más opción que agradecerle: —Gracias Patricia. Nos estaremos viendo.

Nos despedimos con un beso y cada una partió a sitios diferentes… aunque yo sabía muy bien hacia donde me dirigía.


viernes, 3 de enero de 2014

Cicatrices



A mi prima Iris Rivas Freitez

Ir a San Felipe había sido siempre un festejo. Estar allá me hacía sentir libre: las puertas de las casas estaban abiertas, podía jugar con los primos en la calle, caminar descalza, bañarme bajo la lluvia y hasta acostarme tarde. Las visitas incluían paseos a los terrenos de los tíos, donde montaba a caballo, comía frutas recién cosechadas y por si fuera poco, gozaba de toda la atención de la abuela; y es que por ser la única nieta que vivía en Caracas, aprovechábamos de disfrutarnos al máximo. En las tardes, la abuela solía contarme historias de su juventud, y me consentía tanto, que aun sabiendo que mamá no me permitía comer azúcar de noche, me llevaba a la cama —a escondidas— dulce de plátano y deliciosos buñuelos que preparaba especialmente para mí.

Pero el trece de mayo de mil novecientos ochenta y dos, las cosas fueron diferentes. Mamá recibió una llamada que la hizo decidir que debíamos ir a San Felipe. Angustiada la vi comunicarse con papá, susurrando para evitar que me enterara de su conversación; sin embargo, entendí que nos iríamos de viaje. Sin la parsimonia con que solía hacer las maletas, mamá tomó un par de mudas e hizo un bolso pequeño que lucía oprimido, igual que sus gestos. Me puso un vestido azul marino, mi abrigo rojo y salimos apresuradas. Al poco tiempo estábamos embarcando un carrito en el Terminal del Nuevo Circo.

Mamá no pronunció palabra durante el viaje. Sólo recuerdo lágrimas bajando por su rostro y que de vez en cuando alguna me alcanzaba, mientras yo alargaba mi mano para secar su cara. Me recosté en su falda y dormí, no sé si a causa de sus caricias o por efecto del Dramamine que me dio para evitar el mareo.

Llegamos a casa de la abuela y la doble puerta de madera al final del zaguán, que siempre se encontraba abierta, esta vez estaba cerrada; entonces sentí que algo escondían. Mamá tocó con fuerza, debió hacerlo varias veces.

La puerta abrió con pausa y, cual lamento, crujió al compás de las viejas bisagras; allí vi asomarse a la tía Omaira. Ella, que siempre sonreía, esta vez mostraba ojos agrios y su boca era una mueca que parecía no poder sostenerse en su cara. Mamá y ella se abrazaron. Lloraron con ahogo; con una tristeza que jamás había visto. Me abracé a sus piernas, no sé, quizá, en un intento de consolarlas. La tía acarició mi cabello. Mamá se agachó, besó mi frente y me advirtió que me quedara en la salita jugando con los primos.

La casa de la abuela era grande, o más bien larga. Al entrar encontrabas la sala, siempre arreglada y dispuesta para recibir visitas de cortesía; a pesar de las paredes mal frisadas y del techo, que con frecuencia dejaba escapar rastros del bahareque que sostenía las desvencijadas tejas. Contigua había otra salita, más pequeña, donde se recibían las visitas de confianza. En el centro, un patio interno sin techar y con piso de cemento hacía de tendedero. Tenía alambres de pared a pared donde colgaban la ropa, en especial los pañales de los primos más pequeños. En las vigas estaban enganchados materos con helechos y alguna que otra cala que la abuela se esmeraba en cuidar. A un lado del patio estaba la vieja cocina, donde el calor era la consigna. Allí el techo era de zinc. Al final se ubicaban las cuatro habitaciones, que al igual que la cocina eran víctimas del zinc, lo que obligaba a tener ventiladores en cada una de ellas. Luego estaba el baño y por último el patio de tierra, con matas de mango, guayaba y naranja; donde pasaba horas brincoteando con los primos, subiendo árboles y haciendo arepas de barro, y donde los grandes solían jugar bolas criollas.

Seguí a mamá con la mirada mientras, junto a la tía Omaira, atravesaba la amplia casa hasta llegar a la última pieza: el cuarto de la abuela. Me volví a mirar a los primos, todos contemporáneos, teníamos entre seis y nueve años. No jugaban; estaban sentados en el cemento pulido, con caras largas, vistas contrariadas y ceños fruncidos. Eran la más pura representación de la angustia. En silencio hicieron espacio y me ubiqué junto a ellos. Nos mirábamos ansiosos, buscando respuestas en nuestros ojos. Ismenia, abrazada a su muñeca, haciendo pucheros me preguntó:

—¿Mi tía te dijo lo que pasa?

Negué con la cabeza.

—Algo pasa con la abuela, ¿verdad? —insistió.

—Creo que está muy enferma —respondí y bajé la cara. No quise mirar a Ismenia que a duras penas sostenía sus lágrimas.

—Voy a pedir al doctor José Gregorio para que se cure —comentó inocente Leandro, el menor de los primos.
Ismenia, apretando los labios, dijo:

—Tengo miedo.

—¿De qué? —pregunté sin verla.

—No sé —respiró profundo—; de que se muera —y no pudo evitar que sus ojos se derramaran.

Una sensación aguda recorrió mi espalda. No había pensado en la posibilidad de que la abuela muriera. Hicimos silencio. Leandro se acercó más a Ismenia y con dificultad le pasó el brazo sobre los hombros. No hubo tiempo de comentar nada más. Voces reprimidas y lamentos secos, provenientes del fondo de la casa, dieron fin a nuestra conversación.

Como si hubiera estado ensayado, corrimos juntos al cuarto de la abuela. Nos detuvimos en la puerta, con duda levanté la vieja cortina y cual obra que se devela al abrir el telón, observamos la escena: la tía Omaira abatida, lamentándose a un lado de la cama. Mamá, abrazada de los tíos, se descosía en un llanto desgarrado, y la abuela, con el cabello recogido, usando la bata de flores que le habíamos regalado el día de las madres, se hallaba inerte en la cama.

El cuarto despedía un olor seco, un aire entre alcohol, mentol y sudor. Los primos entraron gimoteando, preguntando qué ocurría. Yo me mantuve en el umbral, sosteniendo la cortina. La poca luz que se filtraba tornaba la imagen más amarga. En ese momento me sentí ahogada, una sequedad en la garganta me asfixiaba. Miré en todas direcciones buscando ayuda, pero nadie se fijaba en mí. Subí a la sala, como pude abrí la pesada puerta y salí corriendo mientras gritaba “mi abuelita se murió, mi abuelita se murió”.

Creí correr mil cuadras cuando tropecé y caí de rodillas. No tuve voluntad ni para alzar la cara. Allí me mantuve, apagada, mirando al suelo, hasta que Don Sebas y su esposa acudieron en mi ayuda. Levanté la mirada y noté que sus ojos estaban húmedos. Les repetí casi sin aliento: “Mi abuelita se murió”.

Sin pronunciar palabras, Don Sebas me alzó y me sentó en el banquito de madera que siempre estaba afuera de su bodega. Doña Roselia, con una ternura exagerada, limpió y vendó mis heridas. Luego, con un silencio pesaroso, me llevaron a casa de la abuela.

La doble puerta al final del zaguán ahora sí estaba abierta. Entramos con calma; me sorprendió ver tanta gente. Solté la mano de Doña Roselia y haciéndome espacio entre los vecinos aglomerados en las dos salas y que comenzaban a ocupar la cocina, me fui acercando a la habitación de la abuela. En ese instante, la casa me pareció ajena. Me incomodaban las miradas y aún más los murmullos, que rebotaban en cada quicio, entre las tejas, “pobrecita, pobrecita”...

Al llegar a la habitación, me detuve de nuevo en la puerta, miré a mamá y solicité aprobación para acercarme a la abuela; con una mustia sonrisa, asintió con la cabeza. El aire estaba caliente, pesado, y todo parecía lento. El gran rosario tallado en madera que siempre estuvo adornando la habitación, esta vez me pareció funesto. Despacio me aproximé a la cama y hubiese jurado que mi abuela dormía.

Miré a la abuela, quise tomar sus manos y saber si aún estaban cálidas, pensé llevarlas a mi cara y despedirme de sus caricias. Hubiese querido abrazarla, para tenerla como antes. Debí haberla besado para sentirla por última vez; y aunque entendí que la abuela había emprendido un viaje del cual no había retorno, el temor de percibirla vacía me contuvo. Miré de nuevo su rostro. Corrí hacía mamá y abrazada a ella, finalmente, lloré.

Hoy las cicatrices en las rodillas se mantienen, aunque poco se notan.

Publicado originalmente en Letralia