Gabriela
había llegado a la oficina más temprano que de costumbre. Tenía la intención de
adelantar trabajo para tomarse una hora adicional de almuerzo. Hoy, compartiría
algo más que un café con Reinaldo. El apuesto y seductor abogado con quien coincidía
casi todas las mañanas en la máquina expendedora de café. Al fin almorzarían
juntos; o por lo menos, eso creía.
El lobby
del elegante edificio de oficinas estaba solo, y mientras esperaba el ascensor,
Gabriela pensaba en el encuentro, en Reinaldo, el galán, el tipazo que irrumpía
sin permiso y con frecuencia, en sus sueños, en sus fantasías.
La campana
del elevador la sacó del estado de ilusión en el que se encontraba. El ascensor
llegó, y por esas cosas del azar, allí estaba él. Venía de los sótanos, pues
tenía asignado puesto de estacionamiento en el mismo edificio.
Reinaldo
es un hombre de esos que parecen bendecidos por el Olimpo. Fornido, porte de
galán, aire de divo. Poseedor de un don especial de seducción que trastorna a
las féminas y del que estaba consciente. Gabriela por el contrario, es una
joven de belleza serena, delicada.
—Buenos
días —saludó Gabriela con una sonrisa tímida y el corazón tan acelerado que
parecía notarse el palpitar por encima de su ropa.
—Luces
espléndida —comentó Reinaldo con un gesto, al mejor estilo de George Clooney—y
acercándose para besarla en la mejilla, le susurró—: me encanta tu perfume.
—Gracias —respondió erizada, bajando la mirada y sin dejar de sonreír.
El
ascensor emprendió la marcha con su carga adicional de feromonas y mientras
Reinaldo y Gabriela se preguntaban cómo estaban; un golpe crudo, acompañado de
un eco ronco, lo detuvo. La pareja tambaleó.
—¿Qué
pasó? —preguntó Reinaldo sobresaltado.
—Parece
que el ascensor se paró —contestó Gabriela, con una sonrisa trémula, mientras
se acercaba a la botonera para tocar la alarma.
—¿Qué
haces? ¿Estás nerviosa?
Ella se
acomodó el cabello detrás de la orjea y sonrió de nuevo.
—No.
Voy a tocar la alarma, para que nos vengan a auxiliar.
—No
vayas a gritar, ¿oíste? Puedes causar pánico.
—No, no, la verdad, no pienso gritar, —titubeó— sólo voy a presionar el botón de emergencia —la escandalosa
sirena se disparó al tiempo que Gabriela la activaba.
Reinaldo
se inquietó. Movía la cabeza con sacudidas rápidas y cortas. Miraba las cuatro
esquinas del techo del elevador, como buscando de dónde provenía con exactitud
aquel estruendo. Comenzó a sudar.
—¿Qué
hiciste? —perdiendo su aire de divo— Ahora ese ruido te va a poner peor, te va
a poner más nerviosa, mucho más nerviosa de lo que ya estás —dijo, con un tono
de voz más elevado.
—Que
no estoy nerviosa —contestó ella con firmeza.
—¡Que
sí! ¡Que sí estás nerviosa! —replicó. La tomó por los brazos subiéndoselos,
como cuando se ahoga un niño, mientras le decía—: Respira Gabrielita, vamos
respira.
—¡Suéltame,
Reinaldo! ¿Te volviste loco?
—Es
que estás muy asustada, mira cómo te estás alterando. —La tomó de nuevo por los
brazos y repitió—: Respira vamos, respira conmigo: inhala, exhala, inhala,
exhala, inhala…
—¡Reinaldo,
cálmate! —ordenó impactada. Sacó una botellita plástica de su cartera, y en un
tono más sosegado, como queriendo calmar a un loco peligroso, le dijo —Mira,
aquí tengo agua, ¿quieres?
—¡No!
tómala tú ¿tienes calor? se te nota, lo sé, lo sé, tienes calor —respondió
aturdido, mientras se quitaba el saco, aflojaba el nudo de la corbata y buscaba
su pañuelo para secarse la frente.
En ese
momento llegaron voces del personal de seguridad:
—¿Están
bien?
—¡Sí!
—contestó Gabriela.
—¡No!
¡No! —gritó Reinaldo— ¡Gabriela está muy nerviosa! ¡Muy nerviosa! ¡Demasiado
nerviosa!
Ella
volteó a mirarlo con el ceño fruncido.
—No
temas Gaby, yo estoy aquí contigo —se desabrochó la camisa empapada de sudor, y
cual superhéroe, dijo —¡Voy a abrir la puerta!
—¡Bendito
sea Dios! ¡No, Reinaldo! Espera a que nos ayuden, ya llegaron.
—¿Ves?
ya empezaste a nombrar a Dios, no temas, no vamos a morir —y tomando de nuevo a
Gabriela por los brazos, la sacudió cual muñeco de trapo, gritando —¡No vamos
a morir! ¡No vamos a morir!
—¡Bueno,
Reinaldo! —lo apartó con un empujón —¡Compórtate! ¿Qué carajos te dio?
—Invocas
a Dios, dices groserías, me empujas —enumerando con los dedos— ¡Tus nervios
están en niveles incontrolables!
Y
dirigiéndose al personal de seguridad que estaba afuera, gritó:
—¡Voy
a actuar! ¡Gabriela no aguanta más esto!
Ante
la cara de desconcierto de Gabriela, Reinaldo, que era un hombre fornido, separó
con las dos manos las puertas del ascensor, pero de frente sólo encontró una
pared.
—¡Aaaaaaaggggghhhhh!
—gritó.
—¡Coño!…
¿Y ahora qué? —dijo Gabriela, con los dientes apretados.
Reinaldo,
con cara de naufragio, se volvió hacia ella —No te asustes —y con voz
entrecortada por falta de aire, continuó —es evidente que estamos entre dos
pisos.
Gabriela
cruzó los brazos, cerró los ojos y separando las dos sílabas respondió lento:
—Ob-vio.
En
ese momento, Reinaldo comenzó a balancearse. Sus piernas parecían no soportar
aquel robusto cuerpo que hacía inútiles esfuerzos por mantenerse en pie. Pálido
y bañado en sudor, Reinaldo, el galán, el tipazo, cual árbol talado y a
la voz de “fuera abajo”, se desplomó a los pies de Gabriela, quien atónita, se
inclinó a examinar su cara, para asegurarse de que no se hubiese hecho daño.
«Qué lástima» pensó, mientras admiraba la perfecta boca del personaje.
El
ascensor se sacudió y comenzó a subir, cerrando las puertas al compás de las
guayas; banda sonora de acero y latón. Luego de una lenta marcha, llegó al piso
dos, donde las puertas abrieron con facilidad.
Acalorada
y un tanto aturdida, Gabriela salió por sí misma del elevador; mientras
Reinaldo, aun desmayado, fue sacado por el personal de seguridad y servicio
médico, que habían llegado al lugar para atender, en principio, el supuesto ataque
de nervios de la muchacha.
Ya
en la camilla, Reinaldo recobró la conciencia, miró a Gabriela, que se hallaba
a su lado, y preguntó:
—Gaby
¿cómo estás?
—¿Yo?...bien,
bien… sobre mis propios pies—sonrió burlona.
—¿Viste,
que no pasó nada?
—¿No
pasó nada?
—¡Bah!
Sigues nerviosilla
Cuando
el camillero se disponía a llevarlo al servicio médico, Reinaldo levantó la
cara y dirigiéndose a Gabriela sugirió:
—¡Ey…!
Mejor cenamos, ¿no? — recuperando su acostumbrado aliento de galán.