jueves, 16 de octubre de 2014

En su propio lecho


Esa mañana, aquel hombre creyó inaugurar sus sentidos. Concibió todo diferente. El día vestía un azul más claro, el cielo se dibujaba noble y le regalaba una brisa afable con olor a fineza.

Sin dudarlo, salió de la cama. Lo hizo de un salto, como cuando era niño. Ya sus rodillas no molestaban. La espalda valiente era erguida de nuevo. Los pies firmes le bendecían. No existía dolencia alguna. Corrió. Sí, corrió y fue directo al baño. No hubo espacios, ardores, ni esfuerzos; su micción fue sólo una. Sonrió complacido, pues ya de nada padecía.

Aquel hombre se sentía naciente, como si estrenara aliento. Entonces rezó. Agradeció a sus deidades el haberle escuchado, el haber abatido sus males y atendido sus quejas.

Entusiasta y risueño, quiso mirarse en el espejo, mas no pudo hallarse. Con nerviosa rapidez, se volvió hacia la cama, donde descubrió un cuerpo anciano. Un cuerpo gastado, que con movimientos torpes, quejumbroso y adolorido, hacía intentos por levantarse.

Ante la escena, con ojos de titán y respiración agitada, aquel hombre quiso evitar que el viejo se incorporase, que deshiciera su nuevo aire, que apagase su escalada. Sin medirlo, se abalanzó sobre él y oprimió con fuerza su frágil cuello, estrangulándose hasta quedar sin aliento. Allí mismo, en su propio lecho.


Publicado en la Antología de minificción "Ballenas en Hormigueros" por la editorial Ojo de pez en Tijuana. México.

jueves, 22 de mayo de 2014

Ella


Era poco más de las cinco de la tarde. Yo había bajado por un café al Deli Market, un Café – Restaurant ubicado frente al edificio donde trabajo. Si bien tenía mucho qué hacer, necesitaba un respiro. Me hacía falta recargar fuerzas para lidiar con el “tercer turno”, como decimos a manera de broma en la oficina, cuando nos corresponde quedarnos mucho más tarde de la hora habitual de salida.

Ya en el café, me envolvió un aroma a vainilla, a galleta recién horneada. Así que sucumbí a mis sentidos y me antojé también de una tartaleta. Con el estrés, a esa hora el cuerpo comienza a pedir carbohidratos y azúcar. «Un dulcito en la boca y enseguida te sientes mejor» pensé. Resuelta a disfrutarlo con calma, me acomodé en una de las mesas del fondo y ordené el con leche grande y una suculenta tartaleta de fresas.

Entonces llegó ella.

Una mujer atractiva, blanca, delgada pero con curvas. Llevaba un vestido estampado, ceñido al cuerpo de manera perfecta. Era una mujer elegante. Usaba además unos tacones altísimos que la mostraban enorme. Tenía un largo cabello negro que batía coqueta al caminar. Su llegada fue mágica. Fue como si en ese momento, todos los que allí estábamos, hubiésemos quedado hipnotizados, seducidos ante su cadencioso andar. No hubo quien no se volviera a mirarla. Tenía dos teléfonos móviles que no dejaba de revisar. No sé por qué, me recordó a las gatas negras que aparecían en las comiquitas de Pepe Glamour. Aquellas gatas presuntuosas de caminar zarandeado que por alguna razón terminaban con una raya blanca en la espalda que las hacía parecer una mofeta y que luego acababan perseguidas por el maloliente y enamorado zorrillo de acento francés. Aquellas pobres gatas, que en la desesperación de la huída no reparaban en la pérdida de su encanto. Debo confesar también, que al verla me sentí minúscula, mal hecha, incluso, un poco más fea que de costumbre.

No soy una mujer bonita, digamos que formo parte del promedio. Claro, dos carreras, un postgrado, diez años de matrimonio, dos hijos y un empleo absorbente, no podrían permitirme lucir mejor. Yo, jamás me vi, ni me veré de esa manera, mucho menos comiendo dulces.

Ella se sentó en la mesa que estaba justo al lado. Acomodó su vistosa cartera Carolina Herrera en una de las sillas y continuó atenta a sus teléfonos.  En ese instante el mesonero se acercó y puso sobre mi mesa el humeante café con leche y la irresistible tartaleta de fresa. De inmediato di un sorbo al café y aunque me sentí culpable luego de comparar mi figura con la de mi vecina, hundí la cucharilla en el postre y pecadora lo llevé sin decoro a mi boca. Probar la galleta, la crema y un trozo de fresa fue sublime y sin dudas, me hizo sentir mejor. Saboreé mi dulce dejando escapar un suspiro. Luego volví a mirarla. Sin reserva detallé su rostro. Tenía un cutis radiante. Su maquillaje era delicado. Lo justo, lo necesario para destacar sus pómulos perfectos, sus labios discretos y sus larguísimas pestañas.

Escribía en uno de sus celulares con una velocidad sorprendente, al tiempo que ladeaba la cabeza y gesticulaba graciosa sin reparar en que aún todos la miraban. Escribía divertida, aniñada; hasta hoyuelos se le hacían en las mejillas. Esta vez la percibí tierna. Sus ojos resplandecían. Supuse entonces que chateaba con alguien. Sonreí al verla así: perdida en su teléfono, ajena, lejos del café. Entregada a ese otro, que quién sabe desde dónde le respondía. Imaginé que se comunicaba con alguien a quien amaba. Sin duda, ella lucía enamorada. Sentí envidia. Aquella mujer no sólo era hermosa y elegante. Estaba enamorada, y a juzgar por sus gestos, por la fascinación en sus ojos, el juego de sus labios, supuse que era correspondida.

Hinqué de nuevo la cucharilla en la tartaleta, llevé otro trozo del dulce a mi boca, tomé esta vez un trago más largo de café y me rendí un buen rato ante los sabores. Volví a mirarla. Ahora ella tamborileaba sus impecables uñas, con manicure francés, en la mesa. No me di cuenta en qué momento ordenó. Pero en ese instante llegó el mesero con una botellita de agua mineral y una copa con hielo. «Agua, claro, por eso luce así» me dije mientras me tragaba unas fresas.  El mesonero iba a servirle el agua en la copa, pero ella lo detuvo con el típico gesto de “alto”. «Prefiero tomarla de la botella» dijo con una voz serena. No era grave ni aguda, era la voz correcta, el sonido que esperas emita una mujer como ella.

Miró el reloj. Su cara de chiquilla se fue desdibujando. Sus ojos aún brillaban pero se mostraban grises. Ya no era la gata altiva que entró, mucho menos la chica enamorada. Vio una vez más el celular. No escribía, lo miraba fijo. Lo agitó como si de esa forma lograría hacer entrar algún mensaje. Su rostro comenzó a eclipsarse, sus labios temblaban y su mirada se tornó tímida.  De alguna manera ella me había cautivado y no sé por qué, empecé a inquietarme.

Ya me había terminado el café. Sólo quedaba un trocito de galleta en el plato y ella aún estaba sola. No quería irme sin saber si él llegaría, pues deduje que era un “él” a quien esperaba. Sentí curiosidad por conocer quién generaba esas emociones en una mujer como ella. Llamé al mesero. Le pedí un agua mineral. Ella aprovechó la cercanía y ordenó otra (ya se había bebido la primera).

Repicó su teléfono. Miró la pantalla antes de contestar. Su rostro se iluminó y sonrió una vez más con ojos de niña. Entonó un «Hola» sexy, casi como ronroneo. Dejé de mirarla, me concentré en escuchar. Hizo una pausa. «¿Qué pasó?» preguntó nerviosa, sin perder el garbo. Volvió a callar, mientras escuchaba al otro lado de la línea. «Ya… Claro…. No te preocupes, mi amor» susurró.

Con pena, la miré de reojo. Sus ojos comenzaron a ahogarse y supe que él ya no vendría. No sé cuántas veces más repitió “No te preocupes”, pero mientras más lo decía, más apagada se escuchaba. Colgó.

Con una inexplicable ansiedad, la seguí mirando. La desolación inundaba su rostro. Tomó su lujosa cartera, sacó un billete de alta denominación y lo puso en la mesa, bajo la botella de agua. Se levantó y con pasos largos salió cabizbaja. Todos la miramos de nuevo, pero esta vez, no lucía enorme. Tuve lástima por ella. Me agobiaba la situación y me sentí inútil. Hubiese querido decirle que no importaba. Que era joven, bella, que era monumental, perfecta. Que de verdad, no importaba.

Pedí la cuenta y pagué. Al salir, la encontré parada frente al local. Llevaba ahora unos inmensos lentes de sol, seguramente Gucci o Fendi, pero en lugar de lucirlos se escondía tras ellos mientras esperaba que el parquero trajera su carro. Aún lucía hermosa, pero distinta. Lloraba. Lloraba mucho. Con indefensión secaba su cara con el dorso de sus manos, sin importarle que se estuviera arruinando el maquillaje. No usaba pañuelo, servilletas, toallitas, ni nada. Como niña, limpiaba sus lágrimas con las manos. Lágrimas que ya empapaban hasta su cuello.

Caminé hasta la acera para cruzar la calle y volver a mi oficina. En ese momento sonó mi celular. Era mi esposo:

—¡Hola! ¿A qué hora sales hoy? Yo voy saliendo ya.
—Yo también —dije, sin pensar.
 —Llevaré pizza para que cenemos los cuatro, ¿quieres?—dijo mi marido con cariño.

Me volví a mirarla. Ella ya no estaba.

—¡Ey!¿quieres pizza o prefieres otra cosa? —volvió a preguntar.
—Pizza, mi amor. Pizza, está bien. —respondí animada.

martes, 22 de abril de 2014

De porqué lloré a García Márquez


Yo no sabía que Gabriel García Márquez había recibido el premio Nobel trajeado en un liqui liqui blanco. Fue mi marido quien hace algunos años me lo comentó. Mi marido, quien por ser en extremo ingeniero no tiene nada de lector (salvo textos relacionados con redes de datos, circuitos integrados y sistemas electrónicos), mas sí mucho de colombiano. No recuerdo a qué vino el tema, pero en ese momento me describió, con gran emoción, el día que lo vio recibir el Nobel en Estocolmo «Lo recibió directamente de manos del rey» me dijo. También me explicó cómo "el hijo del telegrafista" resaltaba en aquel liqui liqui blanco entre los otros premiados, todos de frac, todos de negro. Cuando me lo contó, lo hizo con profunda admiración, con orgullo, con ese sentimiento que no sé definir, esa especie de hermandad quizá, por haber nacido en la misma patria que aquel hombre, por ser compatriota de uno de los escritores más importantes del continente.

Mi vínculo con Gabriel García Márquez es de otra naturaleza. Mi cariño hacia él viene dado por ese lazo especial y entrañable que desarrollan los lectores por su escritor predilecto. Una relación única, que va más allá del fanatismo. Es el afecto hacia el autor que logró cautivarme con sus historias, que me hizo reír, llorar, angustiarme con los personajes, desvelarme por seguir leyendo y al mismo tiempo vivir una extraña nostalgia cada vez que me percataba que estaba llegando al final, que pronto terminaría el libro. García Márquez es el autor que más he leído: Relato de un Náufrago, Crónica de una muerte anunciada, Cien años de soledad, El amor en los tiempos del Cólera, El coronel no tiene quien le escriba, Ojos de perro azul, Memoria de mis putas tristes, Doce cuentos peregrinos, Vivir para contarla, Del amor y otros demonios, Yo no vengo a decir un discurso, y los que me faltan.

La tarde del pasado Jueves Santo diecisiete de abril, mi suegra, que estaba de visita en casa, veía el canal Caracol esa ancla de la que echan mano los inmigrantes para sentirse un poco más cerca de su tierra, así como los italianos ven el Rai, los portugueses el RTP, los españoles TVE, entre otros—,  mi esposo estaba con ella, mientras yo leía en mi cuarto. De pronto escucho a mi marido avisarme «¡Adriana, murió García Márquez!». Mi corazón dio un vuelco. Si bien es cierto que estaba delicado de salud y que ya tenía 87 años, son noticias que uno no quiere escuchar, esas cosas que no quieres que sucedan. Me incorporé en la cama, mi marido llegó al cuarto, encendió el televisor y puso Caracol. Allí, la reportera confirmaba la noticia del fallecimiento del “colombiano más grande de todos los tiempos”.

Aunque sea un cliché, sí, se me hizo un nudo en la garganta y me embargó una enorme tristeza. Seguimos mirando. El canal comenzó a transmitir pasajes de la vida del escritor, lo que como es obvio, estaba previamente preparado. Fue entonces cuando acompañado de una emotiva narración, pusieron el video del momento en el que Gabriel García Márquez, trajeado de un impecable liqui liqui blanco, recibía directamente de manos del rey de Suecia el premio Nobel de Literatura.

De inmediato, recordé lo que mi marido me había contado. Volví la cara para mirarlo y mi congoja se hizo aún mayor. Allí estaba mi esposo, supremamente conmovido, quien con un gesto de orfandad, en silencio, secaba con sus manos las lágrimas que no pudo evitar derramar ante la pérdida de su tan querido compatriota.

lunes, 20 de enero de 2014

¿Favores?


¡Hay que ver las injusticias de la vida! Tener que venir yo, a jalarle mecate a la brutaza de Patricia, cuando en más de una ocasión fue ella quien me suplicó le ayudara con matemáticas. Recuerdo aquella vez que, con toda intención le expliqué mal los vectores. Todavía me río de su cara al recibir aquel cero ocho que le impidió graduarse de bachiller en julio con todos nosotros.  

¡La pánfila esa! Que para lo único que medio servía era para las actividades culturales  y sociales del liceo. Como si eso la iba a ayudar a obtener mejores calificaciones. Ni hablar de la ocasión en que se fue a hacer voluntariado en un barrio con otros compañeros y los atracaron. ¡Bien hecho, por pendejos!

Lo que no sé es cómo diablos llegó a tener ese cargo. Con lo mal alumna que era. ¿Vicepresidente Ejecutiva de Recursos Humanos? Sí, eso es lo que dice la tarjeta que me mandó con Fernando. El indiscreto ese, que se puso a decirle que yo tenía más de seis meses sin trabajo. Claro, pero eso me pasa por ponerme a estudiar una carrera para gente inteligente. Ingeniero Químico: ¡La gran pela bolas! Hubiera estudiado administración como los menos talentosos, como la Patricia esa. Allí sí estaría yo con una Vicepresidencia, seguro por encima de ella.

Déjame revisar mi agenda. Fue lo que me dijo cuando la llamé para vernos. No tengo compromisos el jueves. ¿Te parece a las doce y media? ¿almorzamos? ¡Y puntualísima llegó la gran carajo! con su porte de gran ejecutiva, sus zapatotes Jimmy Choo y cartera Carolina Herrera. ¡Claro! seguro se puso su mejor pinta para humillarme.

Yo llegué temprano. Pero me quedé mirando desde la otra esquina del local, hasta que ella llegara. Allí la hice esperar unos diez minutos. Cuando ya el mesonero le traía un jugo me le acerqué:

—¡Patricia! Ay, discúlpame haberte hecho esperar.
—No te preocupes Vanesa. ¡Me alegra verte! —me dijo la muy hipócrita. —Me extrañó que no fueras al reencuentro, estaban casi todos los muchachos.
—Estuve un tanto ocupada —mentí —me comentaron que estuvo muy bueno.
—Sí, la pasamos de lo mejor. Me alegró reunirnos de nuevo y compartir un rato diferente, disfrutamos muchísimo—dijo sonreída y con un brillo en los ojos, que embrujaría a cualquiera. Menos a mí.

Así la dejé hablar. Que me contara cómo se habían divertido. Que dejara escapar un sin fin de recuerdos de esa época y demás. No voy a negar que con sus cuentos me llegaron divertidas imágenes a la memoria. Habían sido buenos momentos. Yo, la mejor alumna del salón, siempre en los cuadros de honor. Dando el discurso de grado. Yo, siendo la primera admitida en la universidad. Es que nadie me pudo superar.

Entonces continuó la Patricia, con su teatro y su boca de niña buena:

—Pero cuéntame ¿Cómo están tus cosas? Fernando algo me dijo.  

Y hasta se ruborizó al preguntarme. No sé cómo puede lograr esas vainas. Actriz es lo que ha debido ser. Porque estoy segura que disfrutó enterarse de que yo estaba sin trabajo.

—Sí Patricia, en este momento—hice una pausa para tragar, los labios me hormigueaban y sentí calcinarse mi cara, pero continué—me encuentro buscando una oportunidad laboral.

Ella me miraba fijo a los ojos. Entonces, al ver su gesto, sus ojos brillantes y una mueca de “¡qué vaina chica!” que se iba transformando en lástima, no pude sino levantar mi cara y proseguir antes de que lograra tan siquiera abrir su boca:

—¿Sabes? en mi último empleo, en la trasnacional me fue muy bien. Logré estar en puestos importantes y gozaba de múltiples beneficios. Llevé a cabo con éxito un sinfín proyectos de significancia y de altísimo presupuesto, presupuesto en dólares —enfaticé—. Pero bueno, uno se cansa de hacer siempre lo mismo y decidí renunciar. Primero para tomarme un par de meses y perfeccionar el inglés, pues, después de tanta entrega y tantas responsabilidades, lo necesitaba y luego, para optar por nuevas oportunidades. Por eso me ves aquí. Lista y dispuesta a afrontar nuevos retos.

Patricia puso su mano sobre la mía y de nuevo con voz empalagosa me dijo: —No te preocupes Vanesa. En este momento hay unas vacantes en las cuales, creo puedes calificar.

¿Creo puedes calificar? ¿¡Creo puedes calificar!? ¡Qué bolas tiene! ¿Cómo se le ocurre? ¡Claro que califico! ¿Acaso ha olvidado quién soy? Luego de eso no pude más que decirle:

—¿Sabes? haber estudiado Ingeniería Química y graduarse con excelentes notas fue sencillo, pero el campo laboral es ingrato. Claro, si hubiera estudiado administración, las cosas hubieran sido más fáciles. Porque… eso fue lo que tú estudiaste, ¿verdad?

¡La jodí! ¿Qué me podía responder? Claro que eso era lo que ella había estudiado. Si no daba para más. Ella quería rebajarme a mí y mal parada quedo ella. En fin, prosiguió contándome acerca de las vacantes que había en la empresa. Para mi suerte y su desgracia, trabaja en Bayer (sí, la conocida compañía químico-farmacéutica alemana) y me comenzó a  hablar de algunos cargos disponibles, donde por supuesto (ya ubicada respecto a mi potencial) me dijo que yo calificaba en forma evidente. Esto último no lo dijo, pero estoy segura que lo pensó.

Así que estoy convencida de que entraré a trabajar allí. Me pidió el resumen curricular, y se lo hice llegar por email allí mismo, pues lo tenía en mi teléfono celular. ¡Ah! Pero ella lo recibió de inmediato en su tablet, a la que hizo mención, sólo para apocarme y me dijo:

—Chévere Vanesa. Hoy mismo paso tu currículo indicando las posiciones que podrías ocupar. La semana que viene seguro te estarán llamando para que inicies el proceso —y con su sonrisita tierna completó: —Me alegra mucho poder ayudarte.

Yo sé que ella va a hacer todo lo posible para que yo ingrese a Bayer. ¡Ah, pues! ¿No lo voy a saber? Yo sé que tiene la intención de decirle a todo el grupo que me ayudó, que me consiguió trabajo. ¡Pero ni sabe la que se espera! Una vez me coloque allí, comenzaré a brillar como siempre. Además, voy a hacer un postgrado en recursos humanos. ¡No joda! Si ella llegó a vicepresidente, ni te cuento el cargazo que voy a tener yo. Allí es donde ella va a empezar a saber lo que es bueno. Cómo se hacen las cosas bien de verdad.

Llamamos al mesero para pedirle la cuenta, que ella se empeñó en pagar. No me quedó más opción que agradecerle: —Gracias Patricia. Nos estaremos viendo.

Nos despedimos con un beso y cada una partió a sitios diferentes… aunque yo sabía muy bien hacia donde me dirigía.


viernes, 3 de enero de 2014

Cicatrices



A mi prima Iris Rivas Freitez

Ir a San Felipe había sido siempre un festejo. Estar allá me hacía sentir libre: las puertas de las casas estaban abiertas, podía jugar con los primos en la calle, caminar descalza, bañarme bajo la lluvia y hasta acostarme tarde. Las visitas incluían paseos a los terrenos de los tíos, donde montaba a caballo, comía frutas recién cosechadas y por si fuera poco, gozaba de toda la atención de la abuela; y es que por ser la única nieta que vivía en Caracas, aprovechábamos de disfrutarnos al máximo. En las tardes, la abuela solía contarme historias de su juventud, y me consentía tanto, que aun sabiendo que mamá no me permitía comer azúcar de noche, me llevaba a la cama —a escondidas— dulce de plátano y deliciosos buñuelos que preparaba especialmente para mí.

Pero el trece de mayo de mil novecientos ochenta y dos, las cosas fueron diferentes. Mamá recibió una llamada que la hizo decidir que debíamos ir a San Felipe. Angustiada la vi comunicarse con papá, susurrando para evitar que me enterara de su conversación; sin embargo, entendí que nos iríamos de viaje. Sin la parsimonia con que solía hacer las maletas, mamá tomó un par de mudas e hizo un bolso pequeño que lucía oprimido, igual que sus gestos. Me puso un vestido azul marino, mi abrigo rojo y salimos apresuradas. Al poco tiempo estábamos embarcando un carrito en el Terminal del Nuevo Circo.

Mamá no pronunció palabra durante el viaje. Sólo recuerdo lágrimas bajando por su rostro y que de vez en cuando alguna me alcanzaba, mientras yo alargaba mi mano para secar su cara. Me recosté en su falda y dormí, no sé si a causa de sus caricias o por efecto del Dramamine que me dio para evitar el mareo.

Llegamos a casa de la abuela y la doble puerta de madera al final del zaguán, que siempre se encontraba abierta, esta vez estaba cerrada; entonces sentí que algo escondían. Mamá tocó con fuerza, debió hacerlo varias veces.

La puerta abrió con pausa y, cual lamento, crujió al compás de las viejas bisagras; allí vi asomarse a la tía Omaira. Ella, que siempre sonreía, esta vez mostraba ojos agrios y su boca era una mueca que parecía no poder sostenerse en su cara. Mamá y ella se abrazaron. Lloraron con ahogo; con una tristeza que jamás había visto. Me abracé a sus piernas, no sé, quizá, en un intento de consolarlas. La tía acarició mi cabello. Mamá se agachó, besó mi frente y me advirtió que me quedara en la salita jugando con los primos.

La casa de la abuela era grande, o más bien larga. Al entrar encontrabas la sala, siempre arreglada y dispuesta para recibir visitas de cortesía; a pesar de las paredes mal frisadas y del techo, que con frecuencia dejaba escapar rastros del bahareque que sostenía las desvencijadas tejas. Contigua había otra salita, más pequeña, donde se recibían las visitas de confianza. En el centro, un patio interno sin techar y con piso de cemento hacía de tendedero. Tenía alambres de pared a pared donde colgaban la ropa, en especial los pañales de los primos más pequeños. En las vigas estaban enganchados materos con helechos y alguna que otra cala que la abuela se esmeraba en cuidar. A un lado del patio estaba la vieja cocina, donde el calor era la consigna. Allí el techo era de zinc. Al final se ubicaban las cuatro habitaciones, que al igual que la cocina eran víctimas del zinc, lo que obligaba a tener ventiladores en cada una de ellas. Luego estaba el baño y por último el patio de tierra, con matas de mango, guayaba y naranja; donde pasaba horas brincoteando con los primos, subiendo árboles y haciendo arepas de barro, y donde los grandes solían jugar bolas criollas.

Seguí a mamá con la mirada mientras, junto a la tía Omaira, atravesaba la amplia casa hasta llegar a la última pieza: el cuarto de la abuela. Me volví a mirar a los primos, todos contemporáneos, teníamos entre seis y nueve años. No jugaban; estaban sentados en el cemento pulido, con caras largas, vistas contrariadas y ceños fruncidos. Eran la más pura representación de la angustia. En silencio hicieron espacio y me ubiqué junto a ellos. Nos mirábamos ansiosos, buscando respuestas en nuestros ojos. Ismenia, abrazada a su muñeca, haciendo pucheros me preguntó:

—¿Mi tía te dijo lo que pasa?

Negué con la cabeza.

—Algo pasa con la abuela, ¿verdad? —insistió.

—Creo que está muy enferma —respondí y bajé la cara. No quise mirar a Ismenia que a duras penas sostenía sus lágrimas.

—Voy a pedir al doctor José Gregorio para que se cure —comentó inocente Leandro, el menor de los primos.
Ismenia, apretando los labios, dijo:

—Tengo miedo.

—¿De qué? —pregunté sin verla.

—No sé —respiró profundo—; de que se muera —y no pudo evitar que sus ojos se derramaran.

Una sensación aguda recorrió mi espalda. No había pensado en la posibilidad de que la abuela muriera. Hicimos silencio. Leandro se acercó más a Ismenia y con dificultad le pasó el brazo sobre los hombros. No hubo tiempo de comentar nada más. Voces reprimidas y lamentos secos, provenientes del fondo de la casa, dieron fin a nuestra conversación.

Como si hubiera estado ensayado, corrimos juntos al cuarto de la abuela. Nos detuvimos en la puerta, con duda levanté la vieja cortina y cual obra que se devela al abrir el telón, observamos la escena: la tía Omaira abatida, lamentándose a un lado de la cama. Mamá, abrazada de los tíos, se descosía en un llanto desgarrado, y la abuela, con el cabello recogido, usando la bata de flores que le habíamos regalado el día de las madres, se hallaba inerte en la cama.

El cuarto despedía un olor seco, un aire entre alcohol, mentol y sudor. Los primos entraron gimoteando, preguntando qué ocurría. Yo me mantuve en el umbral, sosteniendo la cortina. La poca luz que se filtraba tornaba la imagen más amarga. En ese momento me sentí ahogada, una sequedad en la garganta me asfixiaba. Miré en todas direcciones buscando ayuda, pero nadie se fijaba en mí. Subí a la sala, como pude abrí la pesada puerta y salí corriendo mientras gritaba “mi abuelita se murió, mi abuelita se murió”.

Creí correr mil cuadras cuando tropecé y caí de rodillas. No tuve voluntad ni para alzar la cara. Allí me mantuve, apagada, mirando al suelo, hasta que Don Sebas y su esposa acudieron en mi ayuda. Levanté la mirada y noté que sus ojos estaban húmedos. Les repetí casi sin aliento: “Mi abuelita se murió”.

Sin pronunciar palabras, Don Sebas me alzó y me sentó en el banquito de madera que siempre estaba afuera de su bodega. Doña Roselia, con una ternura exagerada, limpió y vendó mis heridas. Luego, con un silencio pesaroso, me llevaron a casa de la abuela.

La doble puerta al final del zaguán ahora sí estaba abierta. Entramos con calma; me sorprendió ver tanta gente. Solté la mano de Doña Roselia y haciéndome espacio entre los vecinos aglomerados en las dos salas y que comenzaban a ocupar la cocina, me fui acercando a la habitación de la abuela. En ese instante, la casa me pareció ajena. Me incomodaban las miradas y aún más los murmullos, que rebotaban en cada quicio, entre las tejas, “pobrecita, pobrecita”...

Al llegar a la habitación, me detuve de nuevo en la puerta, miré a mamá y solicité aprobación para acercarme a la abuela; con una mustia sonrisa, asintió con la cabeza. El aire estaba caliente, pesado, y todo parecía lento. El gran rosario tallado en madera que siempre estuvo adornando la habitación, esta vez me pareció funesto. Despacio me aproximé a la cama y hubiese jurado que mi abuela dormía.

Miré a la abuela, quise tomar sus manos y saber si aún estaban cálidas, pensé llevarlas a mi cara y despedirme de sus caricias. Hubiese querido abrazarla, para tenerla como antes. Debí haberla besado para sentirla por última vez; y aunque entendí que la abuela había emprendido un viaje del cual no había retorno, el temor de percibirla vacía me contuvo. Miré de nuevo su rostro. Corrí hacía mamá y abrazada a ella, finalmente, lloré.

Hoy las cicatrices en las rodillas se mantienen, aunque poco se notan.

Publicado originalmente en Letralia

jueves, 31 de octubre de 2013

La Cita



Gabriela había llegado a la oficina más temprano que de costumbre. Tenía la intención de adelantar trabajo para tomarse una hora adicional de almuerzo. Hoy, compartiría algo más que un café con Reinaldo. El apuesto y seductor abogado con quien coincidía casi todas las mañanas en la máquina expendedora de café. Al fin almorzarían juntos; o por lo menos, eso creía.

El lobby del elegante edificio de oficinas estaba solo, y mientras esperaba el ascensor, Gabriela pensaba en el encuentro, en Reinaldo, el galán, el tipazo que irrumpía sin permiso y con frecuencia, en sus sueños, en sus fantasías.

La campana del elevador la sacó del estado de ilusión en el que se encontraba. El ascensor llegó, y por esas cosas del azar, allí estaba él. Venía de los sótanos, pues tenía asignado puesto de estacionamiento en el mismo edificio.

Reinaldo es un hombre de esos que parecen bendecidos por el Olimpo. Fornido, porte de galán, aire de divo. Poseedor de un don especial de seducción que trastorna a las féminas y del que estaba consciente. Gabriela por el contrario, es una joven de belleza serena, delicada. 

—Buenos días —saludó Gabriela con una sonrisa tímida y el corazón tan acelerado que parecía notarse el palpitar por encima de su ropa.

—Luces espléndida —comentó Reinaldo con un gesto, al mejor estilo de George Clooney—y acercándose para besarla en la mejilla, le susurró—: me encanta tu perfume.

—Gracias —respondió erizada, bajando la mirada y sin dejar de sonreír.

El ascensor emprendió la marcha con su carga adicional de feromonas y mientras Reinaldo y Gabriela se preguntaban cómo estaban; un golpe crudo, acompañado de un eco ronco, lo detuvo. La pareja tambaleó.

—¿Qué pasó? —preguntó Reinaldo sobresaltado.

—Parece que el ascensor se paró —contestó Gabriela, con una sonrisa trémula, mientras se acercaba a la botonera para tocar la alarma.

—¿Qué haces? ¿Estás nerviosa?

Ella se acomodó el cabello detrás de la orjea y sonrió de nuevo.

—No. Voy a tocar la alarma, para que nos vengan a auxiliar.

—No vayas a gritar, ¿oíste? Puedes causar pánico.

—No, no, la verdad, no pienso gritar, —titubeó— sólo voy a presionar el botón de emergencia —la escandalosa sirena se disparó al tiempo que Gabriela la activaba.

Reinaldo se inquietó. Movía la cabeza con sacudidas rápidas y cortas. Miraba las cuatro esquinas del techo del elevador, como buscando de dónde provenía con exactitud aquel estruendo. Comenzó a sudar.

—¿Qué hiciste? —perdiendo su aire de divo— Ahora ese ruido te va a poner peor, te va a poner más nerviosa, mucho más nerviosa de lo que ya estás —dijo, con un tono de voz más elevado.

—Que no estoy nerviosa —contestó ella con firmeza.

—¡Que sí! ¡Que sí estás nerviosa! —replicó. La tomó por los brazos subiéndoselos, como cuando se ahoga un niño, mientras le decía—: Respira Gabrielita, vamos respira.

—¡Suéltame, Reinaldo! ¿Te volviste loco?

—Es que estás muy asustada, mira cómo te estás alterando. —La tomó de nuevo por los brazos y repitió—: Respira vamos, respira conmigo: inhala, exhala, inhala, exhala, inhala…

—¡Reinaldo, cálmate! —ordenó impactada. Sacó una botellita plástica de su cartera, y en un tono más sosegado, como queriendo calmar a un loco peligroso, le dijo —Mira, aquí tengo agua, ¿quieres?

—¡No! tómala tú ¿tienes calor? se te nota, lo sé, lo sé, tienes calor —respondió aturdido, mientras se quitaba el saco, aflojaba el nudo de la corbata y buscaba su pañuelo para secarse la frente.

En ese momento llegaron voces del personal de seguridad:

—¿Están bien?
—¡Sí! —contestó Gabriela.
—¡No! ¡No! —gritó Reinaldo— ¡Gabriela está muy nerviosa! ¡Muy nerviosa! ¡Demasiado nerviosa!

Ella volteó a mirarlo con el ceño fruncido.

—No temas Gaby, yo estoy aquí contigo —se desabrochó la camisa empapada de sudor, y cual superhéroe, dijo ¡Voy a abrir la puerta!

—¡Bendito sea Dios! ¡No, Reinaldo! Espera a que nos ayuden, ya llegaron.

—¿Ves? ya empezaste a nombrar a Dios, no temas, no vamos a morir —y tomando de nuevo a Gabriela por los brazos, la sacudió cual muñeco de trapo, gritando —¡No vamos a morir! ¡No vamos a morir!

—¡Bueno, Reinaldo! —lo apartó con un empujón —¡Compórtate! ¿Qué carajos te dio?

—Invocas a Dios, dices groserías, me empujas —enumerando con los dedos— ¡Tus nervios están en niveles incontrolables!

Y dirigiéndose al personal de seguridad que estaba afuera, gritó:
—¡Voy a actuar! ¡Gabriela no aguanta más esto!

Ante la cara de desconcierto de Gabriela, Reinaldo, que era un hombre fornido, separó con las dos manos las puertas del ascensor, pero de frente sólo encontró una pared.

—¡Aaaaaaaggggghhhhh! —gritó.
—¡Coño!… ¿Y ahora qué? —dijo Gabriela, con los dientes apretados.

Reinaldo, con cara de naufragio, se volvió hacia ella —No te asustes —y con voz entrecortada por falta de aire, continuó —es evidente que estamos entre dos pisos.

Gabriela cruzó los brazos, cerró los ojos y separando las dos sílabas respondió lento:

—Ob-vio.

En ese momento, Reinaldo comenzó a balancearse. Sus piernas parecían no soportar aquel robusto cuerpo que hacía inútiles esfuerzos por mantenerse en pie. Pálido y bañado en sudor, Reinaldo, el galán, el tipazo,  cual árbol talado y a la voz de “fuera abajo”, se desplomó a los pies de Gabriela, quien atónita, se inclinó a examinar su cara, para asegurarse de que no se hubiese hecho daño. «Qué lástima» pensó, mientras admiraba la perfecta boca del personaje.

El ascensor se sacudió y comenzó a subir, cerrando las puertas al compás de las guayas; banda sonora de acero y latón. Luego de una lenta marcha, llegó al piso dos, donde las puertas abrieron con facilidad.

Acalorada y un tanto aturdida, Gabriela salió por sí misma del elevador; mientras Reinaldo, aun desmayado, fue sacado por el personal de seguridad y servicio médico, que habían llegado al lugar para atender, en principio, el supuesto ataque de nervios de la muchacha.

Ya en la camilla, Reinaldo recobró la conciencia, miró a Gabriela, que se hallaba a su lado, y preguntó:

—Gaby ¿cómo estás?
 —¿Yo?...bien, bien… sobre mis propios pies—sonrió burlona.
—¿Viste, que no pasó nada?
 —¿No pasó nada?
 —¡Bah! Sigues nerviosilla

Cuando el camillero se disponía a llevarlo al servicio médico, Reinaldo levantó la cara y dirigiéndose a Gabriela sugirió: 

—¡Ey…! Mejor cenamos, ¿no? — recuperando su acostumbrado aliento de galán.