Era poco más de
las cinco de la tarde. Yo había bajado por un café al Deli Market, un Café – Restaurant ubicado frente al edificio donde trabajo.
Si bien tenía mucho qué hacer, necesitaba un respiro. Me hacía falta recargar
fuerzas para lidiar con el “tercer turno”, como decimos a manera de broma en la
oficina, cuando nos corresponde quedarnos mucho más tarde de la hora habitual
de salida.
Ya en el café,
me envolvió un aroma a vainilla, a galleta recién horneada. Así que sucumbí a
mis sentidos y me antojé también de una tartaleta. Con el estrés, a esa hora el
cuerpo comienza a pedir carbohidratos y azúcar. «Un dulcito en la boca y enseguida te sientes mejor» pensé. Resuelta
a disfrutarlo con calma, me acomodé en una de las mesas del fondo y ordené el con leche grande y una suculenta
tartaleta de fresas.
Entonces llegó
ella.
Una mujer
atractiva, blanca, delgada pero con curvas. Llevaba un vestido estampado,
ceñido al cuerpo de manera perfecta. Era una mujer elegante. Usaba además unos
tacones altísimos que la mostraban enorme. Tenía un largo cabello negro que batía
coqueta al caminar. Su llegada fue mágica. Fue como si en ese momento, todos
los que allí estábamos, hubiésemos quedado hipnotizados, seducidos ante su
cadencioso andar. No hubo quien no se volviera a mirarla. Tenía dos teléfonos
móviles que no dejaba de revisar. No sé por qué, me recordó a las gatas negras
que aparecían en las comiquitas de Pepe Glamour. Aquellas gatas presuntuosas de
caminar zarandeado que por alguna razón terminaban con una raya blanca en la
espalda que las hacía parecer una mofeta y que luego acababan perseguidas por
el maloliente y enamorado zorrillo de acento francés. Aquellas pobres gatas,
que en la desesperación de la huída no reparaban en la pérdida de su encanto.
Debo confesar también, que al verla me sentí minúscula, mal hecha, incluso, un
poco más fea que de costumbre.
No soy una mujer
bonita, digamos que formo parte del promedio. Claro, dos carreras, un
postgrado, diez años de matrimonio, dos hijos y un empleo absorbente, no
podrían permitirme lucir mejor. Yo, jamás me vi, ni me veré de esa manera, mucho
menos comiendo dulces.
Ella se sentó en
la mesa que estaba justo al lado. Acomodó su vistosa cartera Carolina Herrera
en una de las sillas y continuó atenta a sus teléfonos. En ese instante el mesonero se acercó y puso
sobre mi mesa el humeante café con leche y la irresistible tartaleta de fresa. De
inmediato di un sorbo al café y aunque me sentí culpable luego de comparar mi
figura con la de mi vecina, hundí la cucharilla en el postre y pecadora lo
llevé sin decoro a mi boca. Probar la galleta, la crema y un trozo de fresa fue
sublime y sin dudas, me hizo sentir mejor. Saboreé mi dulce dejando escapar un
suspiro. Luego volví a mirarla. Sin reserva detallé su rostro. Tenía un cutis
radiante. Su maquillaje era delicado. Lo justo, lo necesario para destacar sus
pómulos perfectos, sus labios discretos y sus larguísimas pestañas.
Escribía en uno
de sus celulares con una velocidad sorprendente, al tiempo que ladeaba la cabeza
y gesticulaba graciosa sin reparar en que aún todos la miraban. Escribía
divertida, aniñada; hasta hoyuelos se le hacían en las mejillas. Esta vez la
percibí tierna. Sus ojos resplandecían. Supuse entonces que chateaba con
alguien. Sonreí al verla así: perdida en su teléfono, ajena, lejos del café.
Entregada a ese otro, que quién sabe desde dónde le respondía. Imaginé que se
comunicaba con alguien a quien amaba. Sin duda, ella lucía enamorada. Sentí
envidia. Aquella mujer no sólo era hermosa y elegante. Estaba enamorada, y a
juzgar por sus gestos, por la fascinación en sus ojos, el juego de sus labios,
supuse que era correspondida.
Hinqué de nuevo
la cucharilla en la tartaleta, llevé otro trozo del dulce a mi boca, tomé esta
vez un trago más largo de café y me rendí un buen rato ante los sabores. Volví
a mirarla. Ahora ella tamborileaba sus impecables uñas, con manicure francés,
en la mesa. No
me di cuenta en qué momento ordenó. Pero en ese instante llegó el mesero con
una botellita de agua mineral y una copa con hielo. «Agua, claro, por eso luce así» me dije mientras me tragaba unas
fresas. El mesonero iba a servirle el
agua en la copa, pero ella lo detuvo con el típico gesto de “alto”. «Prefiero
tomarla de la botella» dijo con una voz serena. No era grave ni aguda, era la
voz correcta, el sonido que esperas emita una mujer como ella.
Miró el reloj.
Su cara de chiquilla se fue desdibujando. Sus ojos aún brillaban pero se
mostraban grises. Ya no era la gata altiva que entró, mucho menos la chica enamorada.
Vio una vez más el celular. No escribía, lo miraba fijo. Lo agitó como si de
esa forma lograría hacer entrar algún mensaje. Su rostro comenzó a eclipsarse,
sus labios temblaban y su mirada se tornó tímida. De alguna manera ella me había cautivado y no
sé por qué, empecé a inquietarme.
Ya me había
terminado el café. Sólo quedaba un trocito de galleta en el plato y ella aún
estaba sola. No quería irme sin saber si él llegaría, pues deduje que era un
“él” a quien esperaba. Sentí curiosidad por conocer quién generaba esas
emociones en una mujer como ella. Llamé al mesero. Le pedí un agua mineral.
Ella aprovechó la cercanía y ordenó otra (ya se había bebido la primera).
Repicó su
teléfono. Miró la pantalla antes de contestar. Su rostro se iluminó y sonrió
una vez más con ojos de niña. Entonó un «Hola» sexy, casi como ronroneo. Dejé
de mirarla, me concentré en escuchar. Hizo una pausa. «¿Qué pasó?» preguntó
nerviosa, sin perder el garbo. Volvió a callar, mientras escuchaba al otro lado
de la línea. «Ya… Claro…. No te preocupes, mi amor» susurró.
Con pena, la
miré de reojo. Sus ojos comenzaron a ahogarse y supe que él ya no vendría. No
sé cuántas veces más repitió “No te preocupes”, pero mientras más lo decía, más
apagada se escuchaba. Colgó.
Con una
inexplicable ansiedad, la seguí mirando. La desolación inundaba su rostro. Tomó
su lujosa cartera, sacó un billete de alta denominación y lo puso en la mesa,
bajo la botella de agua. Se levantó y con pasos largos salió cabizbaja. Todos la
miramos de nuevo, pero esta vez, no lucía enorme. Tuve lástima por ella. Me
agobiaba la situación y me sentí inútil. Hubiese querido decirle que no
importaba. Que era joven, bella, que era monumental, perfecta. Que de verdad,
no importaba.
Pedí la cuenta y
pagué. Al salir, la encontré parada frente al local. Llevaba ahora unos inmensos
lentes de sol, seguramente Gucci o Fendi, pero en lugar de lucirlos se escondía
tras ellos mientras esperaba que el parquero trajera su carro. Aún lucía
hermosa, pero distinta. Lloraba. Lloraba mucho. Con indefensión secaba su cara
con el dorso de sus manos, sin importarle que se estuviera arruinando el
maquillaje. No usaba pañuelo, servilletas, toallitas, ni nada. Como niña,
limpiaba sus lágrimas con las manos. Lágrimas que ya empapaban hasta su cuello.
Caminé hasta la
acera para cruzar la calle y volver a mi oficina. En ese momento sonó mi
celular. Era mi esposo:
—¡Hola!
¿A qué hora sales hoy? Yo voy saliendo ya.
—Yo también —dije,
sin pensar.
—Llevaré
pizza para que cenemos los cuatro, ¿quieres?—dijo mi marido con cariño.
Me volví a
mirarla. Ella ya no estaba.
—¡Ey!¿quieres
pizza o prefieres otra cosa? —volvió a preguntar.
—Pizza, mi amor.
Pizza, está bien. —respondí animada.