Yo
no sabía que Gabriel García Márquez había recibido el premio Nobel trajeado en
un liqui liqui blanco. Fue mi marido quien hace algunos años me lo comentó. Mi
marido, quien por ser en extremo ingeniero no tiene nada de lector (salvo textos
relacionados con redes de datos, circuitos integrados y sistemas electrónicos), mas sí mucho de colombiano. No recuerdo a qué vino el tema, pero en ese momento
me describió, con gran emoción, el día que lo vio recibir el Nobel en Estocolmo «Lo recibió
directamente de manos del rey» me dijo. También me explicó cómo "el hijo del telegrafista" resaltaba en aquel liqui liqui blanco entre los otros premiados, todos de frac,
todos de negro. Cuando me lo contó, lo hizo con profunda admiración, con
orgullo, con ese sentimiento que no sé definir, esa especie de hermandad quizá,
por haber nacido en la misma patria que aquel hombre, por ser compatriota de uno
de los escritores más importantes del continente.
Mi
vínculo con Gabriel García Márquez es de otra naturaleza. Mi cariño hacia él
viene dado por ese lazo especial y entrañable que desarrollan los lectores por
su escritor predilecto. Una relación única, que va más allá del fanatismo. Es el
afecto hacia el autor que logró cautivarme con sus historias, que me hizo reír,
llorar, angustiarme con los personajes, desvelarme por seguir leyendo y al
mismo tiempo vivir una extraña nostalgia cada vez que me percataba que estaba
llegando al final, que pronto terminaría el libro. García Márquez es el autor
que más he leído: Relato de un Náufrago,
Crónica de una muerte anunciada, Cien años de soledad, El amor en los tiempos
del Cólera, El coronel no tiene quien le escriba, Ojos de perro azul, Memoria
de mis putas tristes, Doce cuentos peregrinos, Vivir para contarla, Del amor y
otros demonios, Yo no vengo a decir un discurso, y los que me faltan.
La
tarde del pasado Jueves Santo diecisiete de abril, mi suegra, que estaba de
visita en casa, veía el canal Caracol —esa
ancla de la que echan mano los inmigrantes para sentirse un poco más cerca de
su tierra, así como los italianos ven el Rai, los portugueses el RTP, los
españoles TVE, entre otros—,
mi esposo estaba con ella, mientras yo leía en
mi cuarto. De pronto escucho a mi marido avisarme «¡Adriana, murió García Márquez!». Mi corazón dio un vuelco. Si bien es cierto que
estaba delicado de salud y que ya tenía 87 años, son noticias que uno no quiere
escuchar, esas cosas que no quieres que sucedan. Me incorporé en la cama, mi
marido llegó al cuarto, encendió el televisor y puso Caracol. Allí, la reportera
confirmaba la noticia del fallecimiento del “colombiano más grande de todos los
tiempos”.
Aunque sea un cliché, sí, se me hizo un nudo en
la garganta y me embargó una enorme tristeza. Seguimos mirando. El canal
comenzó a transmitir pasajes de la vida del escritor, lo que como es obvio,
estaba previamente preparado. Fue entonces cuando acompañado de una emotiva
narración, pusieron el video del momento en el que Gabriel García Márquez,
trajeado de un impecable liqui liqui blanco, recibía directamente de manos del
rey de Suecia el premio Nobel de Literatura.
De inmediato, recordé lo que mi marido me había
contado. Volví la cara para mirarlo y mi congoja se hizo aún mayor. Allí estaba
mi esposo, supremamente conmovido,
quien con un gesto de orfandad, en silencio, secaba con sus manos las lágrimas
que no pudo evitar derramar ante la pérdida de su tan querido compatriota.