—Arrepiéntete de ese sentimiento, hija, es un pecado grave. Reza cinco Ave Marías.
—¿Sólo cinco, padre?
—Si los rezas con devoción y te arrepientes, sólo cinco.
—¿Sólo cinco, padre?
—Si los rezas con devoción y te arrepientes, sólo cinco.
“La penitencia”. Octavio Escobar Giraldo
Altagracia entró de repente. Atravesó la casa sin mirar, a la
carrera. Sin reparar en muebles ni mascotas. Se llevó por delante a la
gata que maulló iracunda, tropezó con la mecedora y siguió directo a la
cocina, donde sabía que encontraría a su mamá:
—¡Hija! ¿Y tú por qué llegas así? —dijo la madre al ver la forma estrepitosa en la que aparecía la joven.
Altagracia tenía los ojos muy abiertos, brillaban de modo extraño y
respiraba con dificultad. Su cara tenía una expresión inexplicable. No
parpadeaba, estaba pálida, los labios le temblaban. Altagracia
presentaba un rostro que su propia madre desconocía. Tomó aire profundo,
con la mano en el pecho esperó que el corazón se calmara y con voz
abatida dijo:
—Mataron a José Luis.
—¿A qué José Luis? —preguntó su mamá, casi a gritos.
—A mi... —Altagracia bajó la cara y calló.
—¿Cuándo? ¿Quién te lo dijo? ¿Cómo supiste? ¿Estás segura?
—interrogó atropellando las preguntas, mientras se secaba las manos con
el delantal que traía puesto, para luego persignarse. Separó una silla
del comedorcito que estaba en la cocina y se sentó.
La noticia le había hecho temblar las piernas.
—Me llamó su hermana, ella me avisó. Aún lo tienen en la morgue
—hizo una pausa y continuó—: ella me dijo que le habían dado unos
tiros, por ahí, cerca de su casa, por detrás del Hospital de los
Magallanes. Que allí mismo quedó, en una cuneta, como un perro. Que ni
siquiera lo llevaron al hospital, lo recogió el CICPC. No sé más, no
quise preguntar más.
—Ay, hija... —dijo la madre. Quiso levantarse para abrazarla, pero
Altagracia se acercó antes y cabizbaja le tomó las manos, aún húmedas.
—Mamá —levantó la mirada—, lo peor es que no estoy triste. Lo que me asusta es que me alegré al enterarme.
—¡Altagracia! —exclamó con sorpresa la madre. Retiró sus manos,
volvió a persignarse y miró a la muchacha directo a los ojos—. Hija, la
gente buena no se contenta con la muerte de nadie. Mucho menos una
muerte como esa.
—Lo sé, mamá, lo sé —hizo una pausa y continuó decidida—. Voy a ir
a la capilla, voy a hablar con el padre Francisco. Con él hablé cuando
quería casarme. Mejor voy a confesarme, mamá. Necesito sacarme esta
cosa horrible que siento.
—Ve, mi niña. Habla con él. Eso que sientes no está bien, no es de
cristianos sentir regocijo con la muerte de otra persona —dijo
cariñosa, pero enfática.
La muchacha acarició uno de los brazos de su madre. Se acercó a la
nevera, se sirvió un vaso con agua y lo bebió sin respirar, como
buscando limpiarse por dentro. Lo puso en el fregadero y salió rumbo a
la capilla del barrio, justo al lado de la casa parroquial. Donde,
estaba segura, encontraría al sacerdote.
La mamá la miró sin decir nada, observó con detalle cada uno de
los movimientos de su hija. Mientras Altagracia salía de la casa, su
madre comenzó a repasar en la memoria todo lo que sufrió su niña a
causa de aquel hombre. Y es que Altagracia se había enamorado de José
Luis a los diecisiete años.
Menos consternada, se levantó y puso a hervir agua para preparar
una manzanilla que endulzó más que de costumbre. Entonces recordó todas
las mañanas en las que su hija se levantaba con los ojos hinchados de
dolor. Aquellas mañanas en las que se iba a la universidad con sólo
tristeza en el estómago cada vez que terminaba con aquel novio. Y aunque
Altagracia nunca le contó nada y lloraba en silencio, sus ojos siempre
fueron los grandes delatores de esa relación.
Se sentó de nuevo en una silla del pantry. La gata se acercó
lenta, misteriosa, y saltó de golpe al regazo de su dueña, quien,
perdida en recuerdos, dejó escapar un grito nervioso.
De un manotazo se quitó a la gata de encima y, alzando la taza con
manos temblorosas, dio el primer sorbo al té. Ceño fruncido y en la
boca una mueca amarga, padeció una vez más la tarde en que su hija le
confesó, con ojos ahogados, que estaba embarazada. Que había hablado
con José Luis, que él había dicho que el niño no era suyo. Así como la
noche en que el hoy difunto regresó suplicando perdón a su muchacha.
Jurándole amor a ella y al niño para, tres semanas más tarde, volver a
negarlo.
Aún con el entrecejo amarrado, sopló varias veces el té caliente,
fijando su mirada al vacío. Allí le pareció verse en una película, esa
tarde en que ella misma fue a confrontarlo. Esa tarde en la que en un
arranque de ira y hastío le gritó a la cara:
—Yo no crié una hija para que cualquier donjuán de barrio me la haga sufrir.
—¡No joda, doñita! Debe ser que usted vive entre millonarios —y
con burlas le dijo:—. Mire, señora, no se meta en peos que no son
suyos, que su hija está bien grandecita. De verdad, no se meta.
—¡Te advierto, desgraciado! Te me alejas de Altagracia.
—¡Mire, señora! Agradezca que mi mamá me enseñó a respetar viejas,
¿oyó? ¡Ah! Y por eso no se preocupe, que ahora es que más lejos quiero
a esa mujer.
—¡Claro, si ya había preñado a mi muchacha! —dijo en voz alta, sacudiendo la cabeza, queriendo desaparecer los recuerdos.
Sintió náuseas. Dejó la taza en la mesa y fue a su cuarto. Allí,
sobre el copete de la cama matrimonial, donde hace ya bastantes años
dormía sola, colgaba de la pared un rosario de madera al que se quedó
mirando con ojos perdidos y piadosos. Entonces acudió a su mente la
triste noche en que, durante el cuarto mes de embarazo, Altagracia, de
tanta pena, debilitada de tragar tan sólo angustias y lágrimas, no pudo
sostener más al bebé. Al hijo de aquel galán de barrio que le
desgració la vida.
Una vez más la indignación le bullía por dentro. Apretó los puños
con rabia y respiró profundo. Por un breve instante esbozó una sonrisa,
pero de forma inmediata su rostro se oscureció y de nuevo se hizo la
señal de la cruz.
Escuchó la puerta y se sobresaltó. Salió apurada de su habitación. Era Altagracia que había regresado de la capilla.
—¿Hablaste con el padre Francisco? —preguntó en lugar de saludar.
—Sí, y estoy más tranquila, mamá. Mucho más tranquila —dijo con
ojos calmos—. Hablamos, también me confesé. Me dijo que rezara. Que
rezara con devoción todas las noches. Me dijo también que rogara por la
paz de su alma.
—Eso es, mi amor. Rezar con devoción, como te dijo el padre.
Porque el señor perdona nuestras ofensas, como debemos perdonar a
quienes nos han ofendido.
Le acarició el cabello a Altagracia y, cambiando el tema, le preguntó:
—¿Tienes hambre? ¿Quieres comerte algo?
—No, ahora no me provoca nada. Quiero acostarme un rato. Más tardecita puede ser —respondió Altagracia, ahora con voz serena.
—Bueno, yo voy un momento a la panadería a comprar pan y leche.
Altagracia le sonrió, tenía los ojos claros, tranquilos. Le envió
un beso con la mano y se dirigió en silencio a su cuarto. La mamá la
miró preñada de cariño. También fue a su habitación, cogió un suéter y
salió de prisa.
Caminaba con pasos cortos pero acelerados. Subió apresurada por
aquella calle ligeramente empinada, comenzó a sentir frío a causa de la
neblina que bajaba, a pesar de que sudaba por el esfuerzo. Cerró su
abrigo y cruzó los brazos al frente, abrazándose a sí misma. Apuró aun
más el paso mientras rezaba el Padre Nuestro y el Ave María. Corrió y
entre cada oración repetía “rezar con devoción”. Corrió con la
intención desesperada de alcanzar al padre Francisco. Con la urgencia
de poder también llegar a la capilla.
Publicado originalmente en Letralia.
Publicado originalmente en Letralia.